Cuando a finales de la década del sesenta John Lennon cantó “El sueño terminó”, no fueron pocos los que entendieron que esas palabras no se limitaban a evocar el fin de una aventura extraordinaria nacida alguna vez en un sótano de Liverpool que se llamó The Beatles.
Ciertamente, su sentencia excedía el final de un grupo que simbolizó toda una época para transformarse en el síntoma de toda una década: la de los sesenta.
Una década marcada por los cambios. Una década violenta y contradictoria, de profundas transformaciones políticas, sociales y culturales. La década que signó el fracaso de la enloquecida aventura bélica de los Estados Unidos en Vietnam, años en que se consolidó la revolución cubana, cuando estalló el Mayo Francés, el hombre llegó a la Luna, surgieron movimientos contraculturales (beatniks, black power, flower power, gay power, rock, hippies, drogas, psicodelia, feminismo).
Fue también una década de crisis de los valores tradicionales, la de los movimientos sociales, la de los nuevos avances y descubrimientos científicos y tecnológicos.
En cuanto al cine, en la década del sesenta la aparición del video y la impresionante expansión de la televisión amenazan de muerte a la industria cinematográfica. Y el éxito que obtienen superproducciones como Ben Hur (William Wyler, 1959), Doctor Zhivago (David Lean, 1966) o La novicia rebelde (Robert Wise, 1965) no logran engañar a nadie: las recaudaciones en Hollywood son las más bajas de toda su historia. Y hacia mediados de la década, el 80 por ciento de los films americanos se realizan al margen de Hollywood. Aparecen la teoría del autor con la Nouvelle Vague (Godard, Truffaut, Chabrol) y los nuevos cines europeos (Free Cinema, New American Cinema, Nuevo Cine Alemán), el modelo del film art y los jóvenes directores formados en escuelas de cine. Mientras los viejos maestros (Ford, Walsh, Hawks) comienzan a retirarse, la nueva generación de directores intenta una reformulación tanto de los géneros como de fundamentos estéticos y de contenido.
Los cuestionamientos a los tabúes sexuales (Perdidos en la noche, John Schlesinger, 1969), la violencia de los policiales (A quemarropa, John Boorman, 1967) y de los westerns (La pandilla salvaje, Sam Peckinpah, 1969), y las comedias irreverentes (Robó, huyó y lo pescaron, Woody Allen, 1969), marcan el signo de los tiempos.
Son tiempos de una mentalidad más liberal frente a las tradiciones. De rebeldía, de denuncia, de anticonformismo (Busco mi destino, Dennis Hopper, 1969). Hay como un espíritu anarquista que busca una ruptura generacional con la tradición más conservadora, con las convenciones burguesas y, por supuesto, con el cine anterior.
Estos y otros factores provocarán, hacia finales de la década de los sesenta y comienzos de los setenta, una serie de transformaciones que cambiarán para siempre a la industria cinematográfica.
Al mismo tiempo, la sociedad norteamericana se muestra consumista y voraz, fascinada con el bienestar que le brinda toda una serie de nuevos objetos, de invenciones que mejoran la calidad de vida.
Las estrellas del cine clásico –Humphrey Bogart, Greta Garbo, Marlene Dietrich— se reciclan también como objetos de culto dentro de ese espacio consumista. La muerte prematura de algunas de esas figuras (Marilyn Monroe, James Dean) los transforma en mitos que Andy Warhol inmortaliza en sus cuadros seriados.
Los años sesenta son los años del pop art, de la multiplicación y la copia. De un espectador modelo, que goza más con la representación que con lo representado. Un espectador culto que sabe apreciar la parodia y la ironía.
Hay una búsqueda del disfrute instantáneo, de lo divertido, de extraer placer y hacer deseable el mal gusto.
Son los tiempos del kitsch y del camp.
Son los tiempos de John Waters.